Por trufa se entiende al fruto de un hongo que nace bajo la tierra. Tiene la forma de una patata pequeña, cuyo peso suele oscilar entre 20 y 200 gramos, y entre 3 y 7 centímetros de diámetro, aunque en ocasiones puede ser mayor, habiéndose encontrado ejemplares de hasta 2 y 2,5 kg.
Su forma es redonda y su superficie verrugosa de color negro, con un intenso aroma que las convierte en un condimento muy apreciado en cocina, aportando a platos y a otros alimentos un toque especial e inconfundible.
Su conocimiento y utilización se remonta, al menos, al principio de nuestra era, existiendo numerosas citas romanas y griegas.
Esas “patatas olorosas” llamadas trufas no son más que el fruto de un hongo. Lo mismo que un cerezo está compuesto por las ramas y las cerezas, el hongo está compuesto por el micelio y las trufas.
El micelio es el conjunto de “ramas” muy finas, que se extienden por dentro del suelo como si fuera una tela de araña.
Aunque este bajo suelo, la trufa se suele delatar porque crea una zona alrededor del árbol en la que no aparecen prácticamente plantas, y es el propio hongo el que se ha encargado de matarlas.
A esta zona se le llama “quemado o calvero”. Es aquí donde aparecen las trufas.
Lo que hace el hongo es asociarse con la planta, se convierte en su socio. De esta forma las dos salen ganando. La planta le da al hongo hidratos de carbono, proteínas y aminoácidos, y el hongo le da a la planta, nutrientes (nitrógeno, fosforo y potasio) y agua, defendiéndola mejor frente a las sequías e incluso enfermedades. Esta relación es lo que se conoce como simbiosis entre el hongo y la planta.
La micorrización controlada en laboratorio para la producción de plantas que lleven incorporadas el hongo de la trufa desde su nacimiento se ha perfeccionado en los últimos años.
En la actualidad los viveros especializados muestran en sus lotes el porcentaje de micorrizas que tienen sus plantas, y por lo tanto la posibilidad de que estas plantas en el futuro produzcan trufa si el resto de las condiciones son adecuadas.